viernes, 17 de mayo de 2013

En el Paseo Marítimo. Capítulo 6.


Durante los años siguientes, entre la viuda y el hermano no hubo ningún tipo de relación personal. La empresa constructora Cruz de La Coruñesa había sido creada por el abuelo de Pedro y Gerardo en el año mil ochocientos noventa. En ella habían desarrollado su vida profesional  la mayoría de los miembros de la familia, siendo la familia Cruz la única propietaria. Desde muy jóvenes, Pedro y Gerardo, el primero ingeniero de caminos y el otro abogado, habían entrado a formar parte de la plantilla. Sus comienzos fueron como los de cualquier otro trabajador, a pesar de ser hijos del Presidente, eran los primeros en comenzar la jornada y los últimos en finalizarla, la renovación de sus contratos no era decisión de su padre, sino del director con el cual trabajaran en ese momento. A tal extremo llegaba el celo profesional del progenitor, que durante los tres primeros años ningún trabajador de la empresa, a excepción de la secretaria del presidente, Manolita y el jefe de personal, don Ildefonso, conocían la vinculación familiar de ellos con don Pedro Cruz Seoane. Los hermanos eran brillantes y buenos trabajadores, poco a poco fueron ganándose la confianza del padre, hasta llegar a convertirse en los directores con los que todos querían trabajar. Cuando su padre falleció, ambos, por expreso deseo del difunto, se convirtieron en presidentes de la compañía y de ambos a partes iguales era la empresa.
Un año antes del accidente de coche que costó la vida al marido y al hijo de Mª del Carmen, Pedro Cruz Arenas, hizo un nuevo testamento, nombrando a su esposa heredera universal, siempre y cuando, el hijo de ambos, Pedro Cruz Galán, no le sobreviviese, ya que, es ese caso, sería el hijo de ambos el heredero universal y su esposa recibiría la pensión estipulada en el testamento anterior. El régimen de separación de bienes del matrimonio de Pedro y Mª del Carmen y la renuncia por escrito- que ella había firmado antes de contraer matrimonio con él- a toda compensación económica o material por parte de Pedro Cruz Arenas en caso de divorcio o separación, se tornó en aguas de borrajas cuando el testamento del difunto fue leído en presencia de toda la familia.
Gerardo había abandonado el despacho de Valerio Somoza encolerizado y profiriendo insultos hacía su cuñada. Esta no daba crédito a sus oídos, la esposa de Gerardo, Amelia, amiga de la niñez de Mª del Carmen. se había sentado a su lado, cogiendo sus manos entre las suyas dirigiéndole palabras cariñosas, la tía-abuela de Gerardo y Pedro, secaba sus lágrimas, recordando lo enamorado que su sobrino estuvo siempre de Mª del Carmen y lo bueno que  siempre fue con ella, hasta el último momento, siempre defendiéndola, siempre justificándola.
Una semana después la viuda vendió a su cuñado su parte de la empresa. De nada valieron las advertencias de Agustín Saavedra, su abogado y asesor, sobre el bajo coste de la venta -no se lo estás vendiendo, Carmela- repetía una y otro vez Saavedra- se lo estás regalando y no tienen por que hacerlo, no necesitas el dinero, pero vale mucho, bastante más que  esto- Mª del Carmen vendió su parte por mucho meno de la mitad de su  valor real.
Amelia, a pesar de sus cincuenta años y aunque usaba gafas para leer, ver  televisión o conducir, tenía buena vista. En ocasiones ojeaba los periódicos sin ellas. Para leer la reseña de la cena de la noche anterior no se las puso. Iba pasando las hojas con lentitud, debía de estar en la sección de local; los periódicos los domingos eran tan abundantes en páginas, que resultaba agotador sujetarlos. Entonces fue cuando sus ojos vieron algo extrañamente familiar, pero su mente seguía buscando otra cosa. Siguió pasando las hojas, pero mucho más despacio, se paró y las empezó a pasar en sentido contrario, hasta que lo vio otra vez. Ahora con sus ojos y su mente a la vez. El teléfono comenzó a sonar impertinentemente, sobresaltándola. Sin soltar el periódico, se levanto para contestarlo, no podía dejar de mirarlo. Con una mano descolgó el auricular, mientras que con la otra seguía sujetando las hojas de papel impresas. No le dio tiempo a decir nada, desde el otro extremo de la línea oyó la voz de su hijo Diego -¡Mamá, Mamá!, tía Carmen se ha.... se....ha.....desmayado, no puedo despertarla, ¡Mamá, Mamá! - la voz de Diego era entrecortada  y jadeante, la línea temblaba, se oían voces altas y llorosas, alguien hablando por otro teléfono, pidiendo un médico. A Amelia le dolió la garganta cuando le preguntó a su hijo donde estaban, cuando él le dijo que en casa de Mª del Carmen, ella ni tan siquiera se preocupó de colgara el auricular o vestirse adecuadamente. Salió corriendo en bata y camisón del dormitorio, la casa de Carmela estaba a diez minutos, no tardaría ni diez minutos en llegar.

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